Nuestras más viejas
historias hablan de una tierra prometida. El primer éxodo dio
comienzo allí. El porqué carece de importancia. El resultado
siempre es el mismo cuando se está obligado a salir de la tierra
de uno: una nueva tierra prometida que dé trabajo y alimento.
Adán y Eva pudieron haber sido asturianos. También,
poco importa.
Los asturianos siempre hemos
sido carne de promisión. Nos creimos las historias del imperio
romano y fuimos a defender sus fronteras a orillas del Rhin y del
Danubio. Nos dijeron que había un nuevo mundo y embarcamos
hacia él en el puerto de Avilés. Nos hicieron soñar
con Europa y fuimos artífices del boom económico de
los años sesenta.
También, como todas
las tierras, Asturias tuvo su momento de tierra prometida. Ya hacía
tiempo que había entrado el siglo XIX. Los nuevos paraisos
olían a humo, tiznaban las manos de carbón y llenaban
los pulmones de sílice. La fiebre del oro dirigía sus
pasos hacia California, la fiebre del hierro llevaba hacia Gales y
al sur de Alemania y la fiebre del carbón traía a las
puertas de Asturias, a lo alto del valle del Nalón y al valle
del Caudal.
Mieres era, a su manera,
San Francisco. El Caudal y el Nalón, también a su modo,
la cuenca de Rurh. La tierra prometida era, como la descrita en la
Biblia, verde. Pero no la hacía prometida el verde de su tierra
sino el negro de sus entrañas.
De mediados de siglo pasado
en adelante comenzaba a hablarse por todas partes de la existencia
de este nuevo paraiso. Campesinos de valle bajo, arrieros de ir y
venir la cordillera, ganaderos de
las brañas y los puertos, hidalgos que una reina desposeyó
de su nobleza, marineros de costera de bonito y de ballena, desposeidos
de mayorazgo y desheredados de tierra, artesanos de oficio y no beneficio...
asturianos, todos ellos, que habitaban los valles bajos del Nalón,
las tierras limítrofes con León, los concejos cercanos
de occidente y de la mar del centro, vecinos venidos a menos de las
villas de Grao, Avilés, Gijón y Oviedo.
En los tiempos del cambio
de siglo el paraiso se hizo más paraiso. Leoneses de León
y de Zamora, carlistas y cristinos de nadie sabe qué guerra,
socialistas utópicos, anarquistas de Proudhom y de Bakunin,
gallegos que dejaron de mirar al mar y montañeses que dieron
la espalda a La Montaña, cristianos finiseculares y fieles
del marqués de Comillas, soñadores de la comuna parisina,
incendiarios de corazón generoso a lo Luise Michel, vallisoletanos
de cuando Valladolid era un yermo, madrileños de cuando Madrid
era un páramo, extremeños de dios sabe dónde
y castellanos de dios sabe qué... porque todos los caminos
traían a Asturias y todos los indicadores señalaban
al Nalón o al Caudal.
De la villa de Mieres de
700 habitantes que señalan Bellmunt y Canella hace exactamente
cien años, a la ciudad en pleno apogeo de 1965. Mirad el listín
telefónico y veréis en él sus apellidos. Catalanes
de las huelgas del textil, vascos de ajustadores y torneros, castellanos
de secano y de sequía, portugueses de Miranda -que se dicen
a sí mismos mirandeses- y de Bragança, andaluces de
Jaen, Córdoba y Sevilla, extremeños del norte con Salamanca
por la Sierra de Francia, del sur con Huelva y del oeste de la Olivenza
que habla portugués.
Mirad, también, sus
apellidos y sus nombres en las lápidas de los cementerios.
Les hicieron soñar con la tierra prometida y la encontraron:
la tierra sin luz de la mina, la tierra despiadada del trabajo, la
tierra inhóspita de la barriada obrera, la tierra fría
de los camposantos. Y, aún así, amaron a esta tierra,
vivieron en ella, trabajaron por ella, tuvieron familia e hijos en
ella y yacen enterrados en ella.
A lo largo de este siglo
a muchos otros indicaron que esta era la tierra prometida. A los últimos,
portugueses de la última hornada, checos de cuando los llamábamos
checoslovacos y polacos de ahora mismo, los seguimos viendo en nuestras
calles. Nos parecen, en cierta manera, extraños. De igual modo
que debieron parecerlo nuestros padres cuando llegaron. Comienzan
a ser un poco más nosotros mismos cuando los vemos en nuestro
autobús al trabajo, cuando bajan a nuestro lado en la jaula,
cuando están abriendo galería a nuestro paso... cuando
su muerte se mezcla con la de los nuestros, sus esquelas con las de
los nuestros, su dolor con el nuestro.
No se lo habían dicho,
y tampoco a nuestros padres y abuelos, pero estas son las dos leyes
generales de esta tierra: primera, nunca nadie se hizo rico trabajando
y, segunda, la tierra prometida es, también, un cementerio.