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...y Dios creó la M30

2008 / 10 / 18 - El Comercio

...y Dios creó la M30

Son las siete de la mañana y salgo de Aravaca camino del Auditorio Nacional, en Príncipe de Vergara. Más o menos, calle arriba, calle abajo, pleno centro de Madrid. Un trayecto de poco más de quince kilómetros.

Salgo con una hora de antelación porque me conozco más que de sobra la entrada por Atocha. Cualquier otra que intente, a esta hora, estará igual o peor. Es el trayecto más recto. El tráfico es denso –eufemismo en el que insisten las diferentes voces de la radio que comentan en directo como está el tráfico a estas horas.

Consigo estar a las ocho menos cuarto, lo que me permite tomar un café y leer el periódico. Fernando Alonso copa las portadas. Su éxito anima a digerir la derrota de los nervios que supone ir de semáforo en semáforo aguantando bocinazos de los conductores más educados de la capital.

A las ocho y cuarto -al que madruga, Dios lo ayuda, dice el refrán castellano que me recuerda una voz pastoral de una radio evangélica- estoy de vuelta. Como no tengo que regresar hasta dos horas y media más tarde, vuelvo a desandar el camino y me dirijo a Aravaca a desayunar otra vez con lo prensa del día bajo el brazo.

Pasaban de las nueve y media cuando llegué. En la vuelta había invertido una hora y veinte minutos. Los nervios más destrozados, por más que me repetía al volante mis ejercicios de técnica Alexander de respiración para relajarme. Los bocinazos saliendo por los oídos. Recordándome que –aunque nunca sean correctas las generalizaciones- el madrileño al volante es un ser despreciable que vierte en el prójimo su propia frustración y, para mantener encendida su ira, va braceando desaforadamente mientras habla por el móvil y conduce y escucha la COPE.

Apenas poso el periódico en casa, tomo un café y regreso a las calles de las que venía para estar a la hora de nuevo en Príncipe de Vergara. Preguntándome, como no, por la propensión que tenemos al madrileñismo –que es una suerte de paletismo a la inversa- los asturianos que nos acercamos de vez en cuando por aquí.

El tráfico ha mejorado muchísimo en esta segunda vuelta y en apenas veinticinco minutos estoy aparcado frente al Auditorio Nacional. Una nueva y rápida gestión y diez minutos más tarde estoy de regreso en el coche y camino de Aravaca, donde llego media hora justa después.

Ya son las once de la mañana. Me siento con toda la tranquilidad del mundo a leer los periódicos y a tomar el cuarto café de la mañana. Lo de Fernando Alonso ayuda a dar color a una prensa oscurecida y amargada por las noticias de una crisis que, no obstante, muestra su mejor cara de los últimos días con la subida de las bolsas.

Tampoco tengo mucho más tiempo. En nada tengo que acercarme al aeropuerto de Barajas. Esta vez tengo suerte. No me lleva el trayecto –tomando la M40 y la R2 de pago- ni siquiera vente minutos. Cuando aparco los cumple.

Miro el cuentakilómetros. Como había puesto el parcial del día a cero, tengo la estadística completa. Llevo conduciendo cerca de tres horas y media y apenas he recorrido algo más de cien kilómetros.

“Vemos que toda ciudad es una especie de comunidad, y que toda comunidad está constituida con el objetivo de un cierto bien. De ello resulta claramente que las comunidades buscan un bien determinado, el que es el más alto de todo y engloba a todos los otros. Esta comunidad es lo que se llama ciudad”, lo dejó dicho Aristóteles en su “Política”. Como también: “La ciudad existe para permitir el buen vivir”.

El sueño de una ciudad a la medida del hombre es el sueño de nuestra civilización. Un sueño irreal. Cada uno tiene su medida de ciudad. Por más que siempre viva en otra. De forma que esa otra, la ciudad de sus sueños, siempre es eso, un sueño.

Cuando el califa Al Mansur decidió dotar a su imperio de una capital, construyó Bagdad, una ciudad de planta redonda donde todos los barrios estarían a la misma distancia del centro, en que iría situado su palacio de gobierno. Un principio urbanístico que guardaba relación con la concepción horizontal del poder en el Islam. Quien conozca el Bagdad de ahora sabe en que quedó aquel sueño.

“La isla tiene 54 ciudades grandes y bellas, idénticas por la lengua, las costumbres, las instituciones y las leyes. Todas han sido construidas siguiendo el mismo plano y tienen el mismo aspecto, en la medida en que el sitio lo permite. La distancia de la una a la otra es como mínimo de 24 millas. Los campos están tan bien repartidos entre las ciudades que cada uno tiene por lo menos 12 millas de terreno para cultivar”, dice en este caso Tomás Moro en “Utopía”.

Las bases teóricas de nuestros sueños remiten a Aristóteles, a Al Mansur, a Tomás Moro… a Italo Calvino. No importa. Siempre habrá un soñador para una ciudad. En este mismo momento lo está habiendo. Lo decía Le Corbusier: “La ciudad es un instrumento de trabajo”.

Sigo conectado a la radio evangélica. Cuando estoy en un atasco sólo escucho esto o música de salsa. Es lo más relajante que encuentro. La primera es un canto esperanzado de salvación –que siempre viene muy bien en medio de un atasco-. La segunda te transporta a paraísos soñados lejanos –que nada más existen aquí, al volante del coche.

El pastor que conduce el rezo sabe que la carne es débil y que en todo momento la duda puede asaltar el corazón del creyente. Mucho más en un atasco. Por eso, entre los muchos ruegos y alabanzas invocados al Señor y contestados con un grito de Aleluya por sus fieles, le dedica uno a los conductores madrileños.

“Y demos gracias también a Dios por haber creado la M30”. Todos gritan al unísono: “Aleluya”.




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