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Como Kosovo

2007 / 12 / 01 - El Comercio

Como Kosovo

De tanto hablar de Kosovo lo último que te imaginas es que tiene el tamaño de Asturies. Como León, también, con sus veranos más cálidos y sus inviernos más fríos. Sin mar. Cuando Sarajevo era como Barcelona, una ciudad europea que ya había albergado unos juegos olímpicos, Pristina, su capital, era la ciudad provinciana anónima y desvencijada que te recuerda la nuestra de las fotos del tiempo de la Transición.

Por cosas como ésta me llama tanto la atención que los ojos del mundo se detengan siquiera un instante en un lugar tan mínimo, tan sin importancia, tan apartado del mundo. Se debe sin duda a su cercanía. No deja de ser Europa. No deja de traernos a la memoria el recuerdo de qué ocurrió en Saravejo hace tan poco. Las imágenes de Dubrovnik bombardeada. La destrucción del puente de Mostar. El horror de Gorazde.

La distancia de Pristina a la frontera de Macedonia es menor que la que hay entre Uviéu y el túnel del Negrón. Hay menos de Pristina a Albania que de Xixón a Llanes. Bastante menos de Avilés a Lluarca que de esa capital a la frontera de Montenegro. Idéntica distancia entre los extremos de la autopista Y griega asturiana que la que existe desde esa capital a la frontera Serbia. Como referencia, es suficiente. Es bueno no perderla para seguir hablando de este incipiente país sobre el que la diplomacia española no sabe, no contesta.

Se entiende que lo que está ocurriendo –o lo que se supone que inexorablemente va a ocurrir- es un mal ejemplo para otros lugares de Europa. Bélgica está a punto de seguir los pasos a la Checoslovaquia que todos recordamos de antesdeayer, ahora Chequia y Eslovaquia. Los corsos, que ya se miraron en el espejo de Montenegro, vuelven a hacerlo en el de Kosovo. Como Baviera en Alemania. Como Escocia en Gran Bretaña. Como La Padania en Italia. No necesito más ejemplos. Intencionadamente no utilizo los referentes españoles que a cada uno le vienen a la cabeza.

De todas formas el caso de Kosovo recuerda más a Asturies. Por una razón simple: para todo serbio nacionalista –y -por los tiempos que corren, son bastantes-, en el sagrado territorio de Kosovo está el origen de la patria Serbia. Un dato histórico que se pierde en la épica medieval distorsionada por el romanticismo y por el nacionalismo de última generación. Tan anacrónico como considerar a Asturies la cuna de España. Por más que haya tanta gente que lo crea. Al menos como creencia poética, todavía no demasiado reforzada por las soflamas de un españolismo a la serbia. Un dato, no obstante: los libros de bachiller portugueses también hablan de Asturies como cuna de Portugal. A ver a la hora de tener que decidirnos con cual de las dos nos quedamos.

Cuando conocí Pristina, como cuando conocí Belgrado, Sarajevo, Mostar, Zagreb y Liubliana, todo era Yugoslavia. Fue el otro día. Tan el otro día que mi hija mayor de veintiún años hizo con nosotros aquel primer viaje y tenía años suficientes como para conservar vagos recuerdos. No puede olvidar, viendo las fotos, las playas de Dalmacia, como tampoco las hamburguesas de Sarajevo. Fue, pues, sin lugar a dudas, el otro día. Y en tan escaso margen de tiempo los serbios vieron desmoronarse un país que creyeron el suyo. Un error en el que muchos otros europeo no quisieran nunca verse reflejados. Por más que, también erróneamente, la manera de conjurar ese miedo sea no sabiendo qué hacer diplomáticamente –como le ocurre a la diplomacia española- con Kosovo.

Con la victoria en las pasadas elecciones de hace apenas dos semanas de Hashim Thaçi, el apoyo de los Estados Unidos y la descoordinación endémica de la Unión Europea, no parece haber vuelta de hoja. Mientras escribo estas líneas, la radio da la noticia que se han roto las negociaciones entre serbios y kosovares, auspiciadas por rusos y nortemaericanos. Era de esperar. Nadie se imaginaba una solución factible para todos. Cuando no la hay es el tiempo quien decide.

Es particularmente interesante esta indefinición del tiempo. Esta calma que precede a la tormenta. Este no saber qué va a ocurrir. Que lleva siempre a una pregunta: ¿en verdad no se sabe qué va a ocurrir? Yo, al menos, lo sé. Pero mi seguridad es diametralmente opuesta a la de un amigo con quien me cruzo correos. Y estamos hablando e intercambiando opiniones a dos o tres miles de kilómetros del lugar que las origina. ¡Qué no ocurrirá en distancias tan cortas como las que existen entre los extremos de los brazos de la autopista Y griega asturiana!

En concreto, Mitrovica me recuerda a Llangréu. No sé si alguna vez tuvo minas, pero sí tuvo industria. Ahora es una pequeña villa de frontera a treinta kilómetros de la capital. En aquel primer viaje del que hablaba se llamaba Titova Motrovica. O lo que es lo mismo, la Mitrovica de Tito. Ahora está dividida por el río. Como Sama y La Felguera, siguiendo con el ejemplo. Los de La Felguera son kosovares, los de Sama serbios. El puente únicamente lo transitan los cascos azules. Los comercios apenas tienen clientes. Los bares apenas gente. Solo a la salida de los colegios se advierte cierto movimiento. Padres y madres que corren a recoger a sus hijos antes de la próxima invasión, antes de la siguiente escaramuza –que siempre se resuelve con un muerto en medio de la calle, en tierra de nadie-.

Toda exposición de estas características en un artículo como éste tendría que llevar a una conclusión. Yo no la tengo. No deben de tenerla siquiera los propios kosovares cuando no llegó apenas al cincuenta por ciento la participación en sus pasadas elecciones. Es fácil imaginar el agotamiento de sus propios habitantes. Tener que decidir entre la estupidez de los políticos serbios y la de los suyos propios, nuevos y jóvenes en el oficio. Y, como no, la ineficacia de la mediación internacional. Y la incapacidad de Europa, una vez más, para tener una única voz diplomática.




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