La cultura del tiempo: de Avilés a Kihnu
2007 / 12 / 18 - El Comercio
Me gustaría que me dijeras qué puedo tener en común con este camarero untoso, barrigudo, blancuzco y barbacano que hace maravillas por no verme y consigue servirme el último. Por más que hubiese gente en la terraza, nos sentamos dentro. Es finales de marzo y el termómetro, hace cuatro horas –como el de esta misma mañana en Mieres-, marcaba cero grados. Ahora, el cielo está despejado y el sol, aunque apenas calienta, invita a ocupar las terrazas. Lo hasta que hasta se atreven a abrir la sombrilla. Debe de ser el sentimiento de necesidad de la primavera.
A la pareja que entró antes que nosotros le acaba de servir una especie de tapa de arenques fríos. Nosotros seguimos esperando a que se nos tome nota. Mientras tanto vamos matando la sed con una especie de cerveza calentuza. No tengo ni siquiera opción a chistarlo. Se ve muy mal. Levanto el dedo índice en señal de atención. Ni caso. Resignación. Ya me ha pasado más veces.
Calculo que debe de estar comentándole al cliente de la barra qué puede tener en común con esos dos entrajetados moros o sudacas que llevan rato apuntando señales de que quieren ser atendidos. Se le advierte la cara de asco cuando nos mira. Lo que no deja de sorprenderme advirtiendo la pinta y las caras del resto de la gente que puebla las mesas y la terraza. Un matrimonio mayor, de los de aquí de toda la vida, acunan a un niño en una silla de ruedas. El crío es negro –lo que se dice negro-, de pelo ensortijado y ojos enormes. Otra pareja más joven, al lado de la ventana, viste a la turca occidental, lo que significa que solo a ella se le nota (pañuelo en la cabeza y sayón azul). Con todo, según se sentaban, saludaron al camarero barrigón por su nombre. Lo que indica que, por más que de origen no lo sean, deben de ser también vecinos.
Yo te voy a decir a decir lo que tengo en común con ese tipo que después de muchas vueltas por fin nos acaba tomando nota de que queremos un par de hamburguesas de pescado: el hecho de pertenecer a una cultura del tiempo, más que a la de un lugar. Él no lo ve así y nos lo demuestra con un detalle de mala educación. Algo que, comercialmente hablando, va en detrimento de su negocio. Pero, más allá de lo que yo piense y de lo que él diga, la cultura a la que pertenecemos es común ya que es producto de un tiempo más que de un lugar. Vivimos un tiempo común. El lugar apenas tiene importancia.
Malmö es la capital de la provincia sureña de Skane, en el Reino de Suecia. Un estado de la Comunidad Europea regido por Su Majestad Carlos Gustavo XVI. Un país que tiene por bandera una estilización publicitaria de diseño de la asturiana. Las casas de campo cuentan con mástil en su parterre de entrada y todas las mañanas, en un acto de reafirmación patriótica personal y familiar, izan la enseña azul y amarilla al cielo gris y a los vientos helados que les llegan del norte.
Como quiera que fue danesa hace más de trescientos años y que Suecia más que grande es alargada, los habitantes de Skane se consideran a sí mismos muy diferentes a los suecos en general y cuentan –todo sea dicho, con bien pocos votos- con un movimiento de carácter independentista. Su lengua propia, que no es oficial, se asemeja al danés y es complicada de entender para los del resto del país que ya reconocen a los de Skane simplemente por el acento.
El camarero, pues, nos podría estar mirando mal sencillamente por ser suecos de un poco más arriba. No deja todo ello más que ser un problema personal suyo. Su comportamiento también se corresponde con una de las características obligadas de las culturas vinculadas al tiempo: el fundamentalismo. Ante sus ojos un mundo desaparece. Eso piensa. Sin darse cuenta de que hace tiempo que ese mundo dejó de existir. No existe la cultura de Skane como no existe la cultura asturiana, porque ya no existe una cultura vinculada a un lugar. Al menos en nuestro lado del mundo. El fundamentalismo es nostálgico. De una agresividad mínima, se limita a reconcomerse. En otras partes de Europa cuenta con un cierto respaldo político. Aquí, por el momento, apenas llega a un sentimiento.
Este fin de semana se acercan a Avilés, alrededor del último sueño arquitectónico de Óscar Niemeyer, algunos de los principales representantes de la gestión de la cultura del tiempo. De nuestro tiempo. Por eso no puede extrañarnos de ningún modo la enorme distancia entre sus lugares de origen, de Sidney a Londres, de Hong Kong a Nueva York. A todos nos une el hecho común de vivir un tiempo común. Avilés, en este sentido, va a situarse en el mundo. Van a convertirla en una de las ciudades del mundo. No creas, en este mundo tan vasto, no son tantas.
Más allá del tiempo común que nos hace escuchar la misma música, atender a idéntico gasto en proteínas en las comidas y entender como propios problemas generales –desde el calentamiento global a la ausencia de respeto a los derechos humanos durante los Juegos Olímpicos de China-, vivimos en extraños lugares con extrañas costumbres que, a veces, acaban siendo parte de la cultura del tiempo de la humanidad: la Unesco acaba de declarar Patrimonio Inmaterial de la Humanidad la cultura de los 600 habitantes de la isla de Kihnu, entre Estonia y Finlandia. Por algo tan sencillo como que sus mujeres continúan interpretando los cantos rúnicos –una especie de tonadas-, que fueron capaces de atravesar el tiempo en sus voces hasta llegar a nuestros días.
Avilés y la isla de Kihnu son dos caras de la misma moneda. No puede apostarse por una infravalorando la otra. Ambas son parte de nuestra cultura común del tiempo.