Ser europeo, ser español, ser asturiano
2007 / 11 / 17 - El Comercio
Baden-Baden ya existía –y tenía sus calles peatonales, sus jardines sobrecargados de flores, sus papeleras de hierro forjado con el escudo de la ciudad, sus estatuas sorprendiéndonos a cada vuelta del paseo y sus farolas de recuerdo decimonónico- antes de que Uviéu soñara con tener más alcalde que Antonio Masip o que el actual presidente del Principado dejase de ser miembro del Partido Comunista.
Baden-Baden es la capital del Shwarzwald, que nosotros conocemos como Selva Negra y luego nos volvemos locos no sabiendo alemán e intentando decidir en las salidas de la autopista entre coger la Shwarzwald-HochstraBe ola Shwarzwald-TälerstraBe, todo junto y apretujado en el mismo indicador, una flecha hacia un lado y otra hacia el otro.
Además de ser un lugar magnífico en el que descansar disfrutando de sus aguas termales, echando una partida en el mismo Casino en que perdiera su dinero 2El jugador” de Dostoievski o dando largos paseos por los bosques de abetos dañados por la lluvia ácida, Baden-Baden es un lugar magnífico para hacerse preguntas tan básicas como si existe en verdad un “demos” europeo, un pueblo europeo, del que pudiese desprenderse una nación y una cultura europea.
Se dan en Europa dos concepciones de lo que es “el pueblo”, la francesa y la alemana. La gente de Banden-Baden, en la misma raya de la frontera entre los dos estados, podría hablarte de ambas. En tiempos de Napoleón unió sus fuerzas a las suyas y se juntó a la Confederación del Rin, cuando el propio emperador hizo de esta tierra un estado independiente. Tiempo después formó parte de la Confederación Germánica y con ello de lo que hoy conocemos como Alemania. Tras la II Guerra Mundial parte del estado estuvo ocupado por las tropas americanas y parte por las francesas. No deja de ser, pues, una tierra a caballo entre dos mundos. Le viene de antiguo a esta tierra en la que vivió la tribu de los alamanes en el tiempo en que aquello era la frontera del Imperio Romano y que Clodovedo I, rey de los francos, acabó convirtiendo en parte de su reino.
El concepto francés de pueblo habla de ciudadanos con la firme voluntad de vivir juntos, de acuerdo con el “jus soli”. El concepto alemán habla de pueblo como grupo étnico, profundamente enraizado en la tierra, según el “jus sanguinis”. La Europa a la que hoy llamamos Europa nace, pues, más cercana a la concepción francesa que a la alemana. Pero sin olvidar en ningún momento lo que de sentimiento alemán llevamos todos los europeos dentro. Poco a poco lo vamos dejando sentir en las playas del Estrecho –que nos une a África por Andalucía y Sicilia-, en las fronteras ahora difusas con los países del Este y en las terminales de nuestros aeropuertos. El espíritu de Napoleón y de la Ilustración Francesa se diluye y resurge de tiempo en tiempo en medio de esta reconstrucción actual de Europa. Por más que nunca debiéramos de olvidar tampoco las enseñanzas de Leipzig y Waterloo.
Europa podría ser un pueblo, de igual modo que lo viene siendo desde 1789 el pueblo francés. Nunca una nación, pero sí una patria. Un lugar al que nos une la firme voluntad de vivir juntos, un contrato constitucional que nos convierte en ciudadanos por propia voluntad. Nunca un lugar al que nos vincule el simple derecho de nacer en él, la razón de la sangre de nuestros padres. La patria como lugar que se escoge como propio por propia voluntad. La nación nos viene impuesta. Así se entiende en la letra de La Marsellesa cuando cantamos “Allons! Enfants de la patrie”. De igual modo que nosotros lo hacemos cuando decimos “Asturies patria querida”. Puede que exista algún asturiano que piense que lo es sencillamente por el hecho de nacer aquí. En ninguna parte del Estatuto por el que nos regimos como pueblo lo pone. Asturiano es un sentimiento, por lo tanto un pueblo, por lo tanto una patria. Afrancesados que siempre fuimos, a la manera de Xovellanos. Ahí se encuentra la verdadera razón de ser de la lucha por definir que es ser vasco, ser corso o ser de La Padania. La lucha entre los que creen en el “jus soli” y los que defienden el “jus sanguini”. El decidir ser, como un ejercicio de voluntad, parte de una patria, o el pretender, por sangre o por nacimiento, pertenecer a una nación.
Acaban de publicarse los resultados para España de una encuesta de la Fundación Bertelsmann sobre la identificación identitaria de la gente. Los más españoles resultaron ser los extremeños, madrileños y castellanos, y los menos los vascos, catalanes y asturianos. ¿Cómo pueden conjugarse estos datos –que se vienen repitiendo desde hace años y son muestra de un sentimiento arraigado- con el hecho de que aquí no exista ninguna fuerza nacionalista que explote ese sentimiento? La respuesta la encontramos en el hecho de ser asturianos a la francesa. Como se entiende que los vascos lo sean a la alemana.
Los resultados de la encuesta también evidencian lo nada europeos que somos. En general, todos. De manera particular, los asturianos. A Europa, como sentimiento, le queda aún mucho por andar. ¿Se puede hablar entonces de cultura europea, de cultura de un supuesto pueblo europeo? Me vuelvo a perder al regresar a Baden-Baden. Siempre me pasa. Esta vez no fui a encontrar la salida de Bülh y, dirigiéndome al norte por la A5, cogí a la izquierda la carretera de Lichtenau y crucé sin darme cuenta el Rhin –que aquí llaman Rheim- por Drusenheim. Volvía a estar de nuevo en Francia. Bueno, en Alsacia, que sabe Dios a estas alturas de la historia si se reconoce parte de Francia o de Alemania. En fin, ningún problema, cojo de nuevo la autopista, esta vez del lado de Francia y en la salida siguiente encuentro en letrero de Baden-Banden.
En la radio que vengo escuchando todo el viaje –una emisora austriaca especializada en músicas folk europeas- suena “Ven a veme” cantada por Anabel Santiago. Ya no sé si estoy en Francia o en Alemania. Quizás en Mieres. Esto debe de ser la Europa de la que hablaba, como sentimiento.