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Detrás de la montaña sagrada

2013 / 09 / 15 - La Nueva España

Detrás de la montaña sagrada

Mieres siempre vivió dentro de sí misma y de espaldas al monte. Por más que esté rodeada de él. Las grandes aventuras de crío consistían en escaparse al Chorru, subir al Rancho o acercarse al valle de Cuna. Nuestras historias de guajes siempre hacen referencia a alguno de estas salidas. Sidra en el chigre del Chorru, sidra en el bar de Los Felechos, sidra en el práu de La Viña. Como eras guaje, la disculpa era la sidra, pero la aventura era escapar de Mieres y tirarse al monte. El Chorru era una selva. Subir al Racho por los caminos de Mariana era perderse siempre. Sólo el valle de Cuna presentaba un paisaje más domesticado. Todos tenemos bastantes fotos de aquellas escapadas, pero son poco recomendables de publicar por los ojos de sidra y la cara de risa floja. En ellas siguen estando los amigos de siempre y tantos más que entonces teníamos los mismos años y ahora, también, los seguimos teniendo.

A primeros de los setenta, en no sé qué año del bachiller, la profesora de biología nos encargó de fin de semana un trabajo sobre las hojas de los árboles. Debíamos de acercarnos al parque o por los alrededores –el mismo Instituto Bernaldo de Quirós estaba lleno de árboles- y elaborar un álbum. Aprovechando el fin de semana me acerqué de sábado a Tuiza, en la falda de Ubiña, y de domingo a la zona de Llamo, en Riosa. Son sitios que, entonces, quedaban un poco más lejos que ahora. Pero, ya de aquella, estaban cerca. Al pie de casa.

Claro que había árboles en el parque Jovellanos. Es más, sin falta de dar muchas vueltas, frente al Instituto, subiendo por Mariana, en nada te encuentras en medio de bosques. Tampoco nos estaba pidiendo la profesora un trabajo fin de carrera. Pero cualquier ocasión era buena para levantarse temprano y desaparecer en medio del monte. Algo que podía hacer en cualquier momento en Teberga, de donde era toda mi familia, pero que en Mieres resultaba más difícil. Y entonces, como ahora, marchar de monte, tantas veces sólo y tantas otras bien acompañado, era lo más cercano a la libertad que se tenía. Sólo, para encontrarse uno mismo. En compañía, para saber que no estás sólo.

No he perdido la costumbre. En estos últimos dos meses habré andado media docena de veces por la falda de Ubiña. Nunca tuve el menor interés por llegar a la cima. Siempre me gustaron más los mayaos y les brañes. Mucho más los caminos que las crestas. Bastante más perderme entre la niebla –como hace apenas una semana- en medio de un bosque, que pasarlo mal por mis problemas con el vértigo colgado de alguna pared. A mediados de agosto, antes de la fiesta de la Virgen, crucé con mi hermano Gonzalo desde los pastos de Vallota, por los de Pinos, hasta los de Tuiza. Era agosto y la temperatura rondó en todo momento los dos y tres grados. A medio día, cuando bajamos a comer a Mieres, se superaban los treinta grados. En apenas una distancia tan pequeña, todo cambia de forma radical.

Durante los primeros años que organizamos las Jornadas de Montaña de Mieres siempre apostamos por acercarnos a las montañas de los alrededores. A José Luis Santos, Lupas, le gustaban las grandes aventuras por el Himalaya y las escaladas más arriesgadas de los Alpes. Pero, a la hora de programar historias paralelas, siempre procurábamos plantear algo que hacer por los alrededores. Algo que siempre funcionaba. Daba igual que se tratara de un curso de orientación en Cenera que un curso que escalada en Les Cuestes de Baiña. Poco importaba que se tratara de un cursillo de iniciación a la astronomía desde el Picu Siana, que una ruta de BTT por la Campa’l Trabe, que un visita guiada con escolares a la antigua vía del Peñón. Hasta el planteamiento de hacer el descenso del río Caudal en febrero –cuando baja más agua- guardaba relación con este interés por escapar de Mieres, sin perderlo de vista.

Con todo, cada vez que hablábamos con algún montañero de la otra parte del mundo, siempre nos sorprendía que, al decirles que llamábamos desde Asturies, tenían dos referencias claras de esta tierra: el picu Urriellu –y los Picos d’Europa, en general- y la peña Ubiña. De hecho, muchos de los escaladores franceses, ingleses y eslovenos que nos visitaron, aprovecharon la breve estancia para hacer alguna de sus rutas más duras. Yo, todo lo más, podía acercarme hasta el refugio del Meicín. O hasta Pinos, por la parte de Babia. Aprovechando la mañana y la tarde, si el tiempo lo permitía, mientras ellos atacaban la pared, yo todavía tenía tiempo a subir por Torrestío a Las Navaliegas o a La Mesa y aprovechar para dar una vuelta por las brañas de casa.

Esto es lo bueno de seguir viviendo en Mieres. Cambiaron muchas cosas en los últimos cuarenta y cincuenta años, pero las montañas permanecen. Hay alguna carreterina más y, de vez en cuando, una pista que atraviesan los intrépidos del quad. Hay algún alcalde que sigue intentando, de vez en cuando -seguramente cuando se aburre y no tiene otra cosa que hacer-, proponer la construcción de un teleférico. Pero, en el fondo, entre que nunca se les hizo mucho caso y que, ahora, los tiempos no están para andar gastando dinero en tonterías, los teleféricos se quedan en lo que son: una noticia para rellenar páginas por el verano, cuando no hay noticias.

Porque, por más que desde críos la peña por excelencia fuera Ubiña, la montaña que más nos llamaba la atención era el Monsagru. Subir a ella no tenía nada de intrépido, pero sí mucho de místico. Allí si daba gusto alcanzar su cima. Era la manera de saberte que estabas en la cima del mundo. Aunque hubiese picos más altas a su alrededor. Era la montaña mágica. La que estaba sola en mitad de la tierra, como cantaba Víctor Manuel de Asturies sobre un poema de Pedro Garfias. Por eso nos dolió tanto la mayor de las ofensas que se le pudo hacer a una montaña sagrada: que unas líneas de alta tensión, con sus postes, la atravesaran. Después de esa vergüenza, el proyecto del teleférico sonaba a tomadura de pelo. Más que a serpiente de verano. Aunque la de este año volvió a tener relación con el Monsagru: el proyecto de museo para mostrar las reliquias de la Cámara Santa, que primero se custodiaron, según la tradición, en esta montaña. Un museo para mostrar las reliquias que nadie va a ver a la Cámara Santa. Con proyectos de estas envergadura el futuro de esta tierra se presenta muy negro.

Con montañas como Ubiña, el Monsagru y el Aramo entero, siempre me pareció bastante ridículo que llamaran a nuestra comarca la Montaña Central. Es un nombre que no hace referencia a nada. De hecho, en el norte de León, también tienen otra comarca que se llama igual. En ninguna parte de León ni de Asturies puedes decir que eres de la Montaña Central porque nadie sabe de dónde eres. Lo que es grave. Viene a ser como decir: ya os hemos despojado de todo, ahora os hemos despojado del nombre. El nombre se lo inventó un funcionario aburrido de la Universidad sin otra cosa que hacer. La Montaña Central, la verdadera montaña central, la que está en el mismísimo centro de nuestra tierra, sigue siendo el Monsagru y si ese funcionario en vez de haber estado aburrido hubiese estado instruido habría propuesto que se llamara la comarca de la Montaña Sagrada. No hace falta creer en nada para creer en ella.

Y aquí sigo, detrás de esta montaña sagrada, escribiendo estas líneas de un viernes para un sábado. Sabiendo que se me está haciendo tarde y que mañana, una vez más, tomaré el camino de una de ellas. No necesito siquiera coger el coche. Y, si lo hago, tampoco será para conducir más de media hora. Y en menos de esos treinta minutos de nada volveré a los paisajes de la infancia. A la verdadera patria. No existe ninguna otra. Es lo grande de esta patria. No tiene bandera. No tiene himno. No tiene escudo. Pero, desde ellas puedes ver el mundo. Las montañas unen, eran los ríos los que separaban. Ahora, ni siquiera eso. Ahora nos separan otras banderas, otros himnos y otros escudos. Nosotros seguimos sin necesidad de ellos.




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