El fútbol nuestro de cada día
2011 / 04 / 27 - La Nueva España
Hace más de una docena de años escribí un comentario de fútbol. Nunca había ido a un estadio deportivo y me invitaron a ver en el Carlos Tartiere un Real Oviedo-Sporting de Gijón. Mira si hace años. El Oviedo estaba en primera. Los críos de la edad de mi hijo pequeño ya no se acuerdan de ello. Ahora ven desfilar a cuatro voceras con bufandas azules por las calles de Mieres y saben que juega en la misma división que el Caudal. Y la mayor parte de los gritos los daban, no contra el Caudal, sino contra el Gijón. Prubitinos. Son como las alegrías de los del Madrid o los del Barça. Pan para hoy y fame pa mañana.
Mi afición al fútbol sigue siendo nula. De todas formas, como padre, desde hace años me toca visitar los campos de divisiones menores. Más menores que la del Oviedo. Que las hay. Patatales, pedreros, praos pelones, campos de hierba normal y sintéticos. Los guajes se lo pasan estupendamente. Y los padres, cuando hay suerte y no llueve, pueden seguir el partido. Y, cuando hay chigre, se pueden permitir el lujo de calentar un poco el estómago.
Gracias a estos campos de tercera, cuarta y quinta categorías, sigue sin gustarme el fútbol. Por más empeño que haya puesto. Antes, simplemente, no me gustaba el fútbol. Ahora sólo me gustan los árbitros. Tienen un mérito tremendo. Me toca verlos correr en medio del chaparrón de insultos. Me tocó ver correr hacia el vestuario a uno de ellos, un crío de menos de veinte años, mientras los jugadores lo perseguían. En Llangréu. Y a otro que anuló un partido –cuando los críos eran muy críos- cansado de los insultos de un padre. En Turón. Y a otro que pitó el final mientras media grada se acordaba de su madre. Que, por cierto, estaba también en la grada. Abochornada. Y, también, admirada de la fortaleza de su hijo.
En Estados Unidos existe el día sin padres. Un día al mes. En el que los críos se olvidan de esta presión adicional que es tener que soportarnos desde la grada. Una experiencia que tendría que hacerse extensible al día sin entrenador, al día sin presidente del club y al día sin pelota de fútbol. En el día sin entrenador podrían jugar todos sin que uno les diera voces desde el banquillo o los tuviera sencillamente chupando banquillo partido tras partido. En el día sin presidente del club jugarían para perder, para reirse de los goles que les metieron y para disfrutar de la alegría del contrario. Y en el día sin pelota de fútbol se marcharían con el árbitro y con los jugadores del otro equipo a enseñarles su pueblo o villa, y a descubrir los encantos de la vida normal sin pasear en calzoncillos. Pero, siempre, en el día sin padres, sin entrenador, sin presidente y sin balón, tiene que haber un árbitro. No me extraña que vaya de negro. Seguramente guarda luto por el fútbol.