Teatro de vanguardia
2008 / 04 / 19 - El Comercio
Suena a boutade, pero lo digo de todo corazón: cada vez que tengo ganas de ver teatro de vanguardia me acercó a Marrakech a escuchar a los contadores de historias de la plaza de Djemaa el Fna. La ciudad ofrece muchas más cosas que ver –la presencia constante de miles de turistas lo corrobora. La misma plaza se muestra en las guías turísticas como un espectáculo en vivo –y no deja nunca de serlo.
Pero, en el fondo, para los que somos de pueblo y ya perdimos el pueblo del que somos, los contadores de historias de la plaza de Djemaa el Fna me llevan directamente a los míos del L.lanu del Mediu, cuando al atardecer –siempre suceden estas cosas al atardecer-, una vez terminadas todas las labores obligadas, algunos mayores del pueblo se dedicaban a las labores importantes: contar una buena historia.
A veces, solo algunas veces, uno de los contadores engolaba la voz, se situaba ante todos en el centro del semicírculo y entonaba una historia aprendida de memoria, casi siempre en verso. Las que eran de risa se decía de ellas que eran de Anxelu, un monologuista que frecuentaba el día grande de las fiestas y vendía impresas sus intervenciones en un pequeño librito. Las serias hablaban de santos y de batallas –de la de Guadalete, por poner un ejemplo.
Esto, que aún ocurría a finales de los años sesenta del siglo pasado, desapareció con la llegada al pueblo de la carretera y la televisión. Suena a tópico, pero hay pocas cosas más ciertas. Eran los años sesenta, como decía, y la carretera y nuestros pocos años nos animaban a pasar el atardecer en la fiesta más cercana del pueblo más cercano, que solo resultaban cercanos ahora que nos los había acercado la carretera. Eran los años sesenta, insisto, y la televisión te llevaba a la luna -¿qué historia podría ser más grande?- y te traía a los mismos extraterrestres a tu casa –la serie “Los invasores” llenó de pánico nuestros primeros sueños.
De ahí la grandeza de los contadores de historias de la plaza de Djemaa el Fna, contra los que no ha podido ni el embaldosado de la propia plaza –tan horrible como el de la peatonal de la calle La Vega de Mieres-, ni la llegada de la televisión, del video, del DVD, del MP3, del MP4 y siguientes.
Ése, decía, es mi teatro preferido. Un buen ejemplo que mostrar estos días que llegan a los medios de comunicación las críticas de las gentes del teatro sobre la falta de apoyo del gobierno y la pequeñez de las subvenciones. Un buen ejemplo también para los programadores de Laboral Escena.
Por una razón simple: las subvenciones acabaron con la música asturiana y, es bastante probable que lo consigan con el teatro. El apoyo del gobierno a programas como la Agenda Musical resultó un verdadero fiasco: lo que se da gratis –en este caso a los Ayuntamientos- no se valora. Lo que también en buena medida no deja de ser cierto para el público.
Por otra razón simple: la programación de Laboral Escena es un verdadero lujo para una comunidad tan pequeña como la nuestra. Por más que se hayan olvidado a la hora de hacerla de que, muchas veces, lo realmente vanguardista es algo tan simple como nuestros contadores de historias.
Aristóteles, en su “Poética”, hace derivar el drama de la improvisación directa de estos contadores de historias y, la tragedia, de los corifeos (los viejos monologuistas) del Ditirambo. No nos cuenta, pues, nada que no sepamos. Es más, más adelante en su “Poética”, continúa hablando de la doble vertiente temática, cómica –que surge del Satiricón- y trágica –propia del Ditirambo.
Aquellas primeras historias más elaboradas contaban las hazañas de un héroe –con idéntico sentido al que llegaron a nosotros la batalla de Guadalete o las hazañas de Bernardo del Carpio-, y en la representación intervenían elementos del mimo, de la danza, del coro. Hasta el momento en que se estableció un diálogo entre dos actores –que en la tradición hebrea del Cantar de los Cantares es la conversación entre el Esposo y la Esposa, a los que responde el coro.
Regreso esta misma semana de sentir a los contadores de historias de la plaza de Djemaa el Fna. Son tan importantes para mí que convertí hace años a uno de ellos en personaje del primer capítulo de mi novela “En busca de Xovellanos”. Tan importantes que, aún cuando cuentan la historia en tamazight que no entiendo, me encanta oírlos: por algo tan simple como que en sus historias estoy sintiendo las mías, en sus ojos encuentro los de cualquiera de mis mayores del atardecer en el L.lanu del Mediu y en sus mínimos movimientos –y más que nada en la expresión de sus dedos sobre el aire- admiro el arte del encantador de audiencias.
Regreso para seguir comprobando como nuestro “monólogu” tradicional sigue siendo el más olvidado y despreciado de nuestro panorama escénico –con todo y que siga siendo el único género que es capaz de seguir reuniendo a doscientas personas en la plaza de un pueblo con tan pocos elementos como la voz, la mirada y el gesto: y que todos los presentes tengan la misma cara que los asistentes a una representación del Nâtya-Veda en la India, del Noh en Japón o de los contadores de historias de Djemaa el Fna.
Quizás sea por el hecho de ser tan vanguardista. Por encerrar en su simplicidad la esencia de lo que buscó Walter Gropius en 1926 en su Total Theatre o Andreas Weininger en su Spherical Theater, también por aquellos años en que la vanguardia quería cambiar el mundo volviendo a sus orígenes.