Pascua en ninguna parte
2008 / 03 / 22 - El Comercio
Cuando volvemos a vernos los amigos de críos me sorprende que tengamos siempre recuerdos completos del verano y de la Navidad y apenas de la Pascua. Del verano es comprensible por lo típico: el buen tiempo, los días más largos, el calendario festivo... y menos por los madrugones a segar, las mañanas enteras “esmarayando”, las tardes “faciendo ramos” y las medias tardes metiendo la “yerba en payar”.
Pero, como de lo malo nos olvidamos rápido y lo bueno era tanto, siempre tenemos un montón de anécdotas para cada verano y algo nuevo que incorporar a nuestro repertorio con cada nuevo amigo que se une a la tertulia.
Algo idéntico a lo que ocurre con el tiempo de Navidad, también bien típico: el mal tiempo, los días más cortos, el calendario festivo... pero en el que no había trabajo adicional más allá del echar una mano en casa y ayudar en lo que surgía al momento.
Hasta que un día nos planteamos pensar por qué no teníamos recuerdos de la Pascua. Al menos, recuerdos que contar. Esa historia que te mueve a la sonrisa, Esa mirada entrañable al tiempo que se fue. Y nada. Nada más allá de un calendario inmenso de prohibiciones (no jugar, no alborotar, no hablar en alto, no poner música...) y un sinfín de rezos y misas a las horas más insospechadas y de duración desproporcionada.
A veces, como sabemos que la memoria nos engaña, llegamos a pensar si de verdad rezaríamos tanto como recordamos que rezábamos, si nos tocaron a pie pausado tantas procesiones como decimos, si las misas duraban la eternidad que ahora nos parece. Y cuando vemos que el recuerdo es común, que la historia de cada uno de nosotros se repite, parece que acabamos entendiendo por qué, del baúl de nuestros recuerdos, desterramos la Pascua.
Después de mucho escarbar en la memoria alguien recordó la Pascua del año 1976. Un gaitero con unas copas de más tocaba a la puerta de un chigre y todos los contertulios lo acompañaban con palmas y voces. Hasta que dio en pasar en la pareja de la guardia civil y dijo que era jueves santo y “más respeto, por favor”. El gaitero dejó de tocar, pidió disculpas y dijo a todos los presentes que iba a interpretar una pieza religiosa.
Desconozco como se llamaba la pieza en concreto, pero todos la conocíamos como el “Osanna” de Jesucristo Superstar. Había estado prohibida como ópera rock durante unos pocos años, pero pocos meses antes se había estrenado la versión española en la que Jesucristo era Camilo Sexto, Judas era Teddy Bautista y María Magdalena la cantante dominicana Ángela Carrasco.
Contra aquella broma cruel la pareja de la guardia civil no fue capaz de decir nada. Los vimos irse calle abajo y todavía hoy tienen que estar sintiendo nuestras carcajadas a su espalda, mientras arrobados de fervor religioso cantábamos al son de la gaita.
El tiempo nos hizo mayores y dejamos de regresar al pueblo en los periodos festivos con lo que, además de la Pascua, fueron desapareciendo de nuestra memoria historias asociadas al verano, aunque continuaron las de Navidad –y ahora ya sólo restan las del Día de Todos los Santos, única fecha en que volvemos a vernos-.
Pero apenas seis años más tarde volví a reencontrarme con una Pascua absolutamente diferente a la que conocía y en la que la gente seguía creyendo. Esta vez en Écija, la conocida turísticamente como sartén de Andalucía. Una ciudad sin el atractivo mediático de Sevilla, Córdoba o Málaga, pero con un don de gentes tan especial que me hace seguir volviendo a ella cada vez que puedo.
Llegué a Écija unos días antes de la Pascua de 1982 y aún pude disfrutar de la del año siguiente. No sabría decir cuántas iglesias hay, pero de cada una de ellas salía una hermandad o, al menos, había un grupo de amigos que hacían de costaleros para un paso. Algo difícil de entender con ojos de fuera, pero que me sorprendía aún más cuando te insistían esos mismos amigos que ellos, a diferencia de los costaleros de las grandes capitales andaluzas, no cobraban. Sus procesiones eran sentidas y populares, llenas de alcohol y de risas, llenas de una devoción extraña ajena completamente a mi manera de ver y de entender la Pascua.
Écija entera es un símbolo religioso. Está en una hondonada del río Genil y desde cualquier altozano resulta difícil contar todas sus torres. La de San Juan con el sol reflejándose en sus azulejos. La impresionante de Santiago. Las torres gemelas de la Concepción. Elegante, esbelta, magnífica, la torre de la Victoria. Clásica la de Santo Domingo. Hermosa la de Santa Ana. Un antiguo minarete la de Santa Cruz. Una joya del barroco la torrecita de Las Marroquíes. Majestuosa la de Santa María. Y la de la Visitación. Y la de San Gil. Y tantas otras.
Tras la experiencia ecijana no volví a reconciliarme con la Pascua hasta diez o doce años más tarde en Miranda do Douro. Un lugar mágico después del agobio turístico de Zamora en esas fechas y de pasar por el jueves santo de Foramontanos de Aliste con su impresionante procesión de mortajas. Y después nada. En Sevilla, en Alicante, en Valladolid... el turismo mató la fe. En Oviedo, por más que se subvencione desde el Ayuntamiento como reclamo turístico, sigue sin llegar a nada.
Por eso ahora, desde hace muchos años, paso el tiempo de Pascua donde cuadre -este año en Valencia aprovechando que son las Fallas-, buscando de nuevo el sol de Écija y reencontrándome lejos de nuestra tierra con amigos de ésta con los que no comparto ningún recuerdo de estas fechas y con los que, año tras año, disfrutamos estas pequeñas vacaciones como mejor sabemos hacer: comiendo, bebiendo y riéndonos de aquel día que nos dimos cuenta que los tiempos estaban cambiando de manera irreversible cuando un gaitero se puso a tocar el “Osanna” de Jesucristo Superstar.