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Divino tesoro

2008 / 01 / 12 - El Comercio

Divino tesoro

No me suelen tocar muchas reuniones de esas que acaban girando sobre lo perdida que está la juventud. Pero, a veces caigo. Imposibles de eludir.

Estas fechas pasadas son propicias para encuentros que llevan a ello. Pinchoteo colectivo de mazapanes y turrones con los compañeros de trabajo, brindis de champán con los compañeros de vinos, comidas de reencuentro con los antiguos alumnos del instituto, cenas de desmadre patético con la antigua pandilla del colegio... quedar para más de lo mismo con esa parte de la familia que tienes por familia en fechas como ésta.

Ya tenemos edad para contar con más años pasados que por pasar. Alguna separación reciente o algún lío con la secretaria o con el jefe de turno, suelen salvar los postres de acabar repasando los lugares comunes: los partidos de fútbol del recreo, la mili en la que tanto nos escaqueamos, la novia aquella con la que seguimos soñando...

Para acabar, de todas formas, como si de una maldición se tratase, en que esta juventud está perdida. Y demás frases comunes: lo tienen todo; no saben disfrutar; si nosotros tuviésemos sus oportunidades; todo el día parapetados detrás de los cascos; no saben nada de la vida y sientan cátedra cada vez que hablan; les da igual todo y no tienen más horizonte que su habitación, su internet, su mp3 y su móvil.

No puedo más. Fueron muchas comidas. Más cenas. Tengo clarísimo que el próximo año tomo vacaciones en estas fechas. No solo me agotan la paciencia. También me disparan el colesterol, me suben la tensión, me aumentan de manera ostentosa el peso –principalmente concentrado alrededor de la cintura-. Pero, la paciencia, el agotamiento de la paciencia, es lo que más me subleva.

Y eso que este año, a diferencia de los anteriores, no discutí. No porque no mereciera la pena. Nunca la merece. Si no porque en la mayor parte de los casos hacía rato que había dejado de escuchar. Sobre lo que no escuchas no opinas. En el fondo, cuando se tratan estos temas, no se pide opinión. Todo son afirmaciones. Todo son asentimientos.

Yo no tenía este año ganas siquiera de hacer una apasionada defensa de la juventud. Alguna vez cometí el error de caer en ello. Solo sirve para dar pie a los que no saben más que hablar de la suya. De la mal llamada por ellos mismos, su época. La juventud nunca necesitó defensa alguna. Se defienden bien solos. Hasta cuando hacen ostentación de la estupidez propia de su edad y apoyan la revolución cultural del camarada Mao o llenan de color las escalinatas de la universidad con camisetas de defensa de Chávez.

La nostalgia es un país en el que nunca viví. Recuerdo a Diamantina Rodríguez cantando una tonada en el programa de televisión La Casa de los Martínez. Pero sigo prefiriendo sentarme con ella a plantear cosas que quedan por hacer. Y da gusto tener la edad que ella tiene y las ganas de afrontarlas.

No hecho nada de menos Crónicas de un pueblo. Es más, ahora me pregunto si alguna vez llegué a ver entero el programa. Seguramente sí. La disculpa sería no tener que ir para la cama. Pero, todavía peor que hablar de los partidos de fútbol que jugamos y perdimos –pero que ahora en nuestro recuerdo ganamos por goleada-, es hablar de lo buenos que eran los programas de televisión. Por eso ya no paso. Me da lo mismo que me hablen del insoportable House de ahora que del Doctor Ganon de entonces.

Yo creo que, en el fondo, se trata de un ejercicio efectivo para retrasar el Alzheimer. Es el momento en el que entiendo las estadísticas que afirman que nos pasamos delante del televisor una media de cuatro horas diarias. Con un error de planteamiento: todo programa pasado, por más patético que fuera en el momento de su emisión, asciende a la categoría de clásico en el momento que nos referimos a él desde la distancia. Tras el tamiz de la nostalgia. Tan mala consejera.

En esa impresentable coctelera todo vale, con tal de haber pasado. Así sea Concha Velasco haciendo de Teresa de Jesús, la repetición hasta el cansancio de la imágenes de la cogida de Paquirri, los chicos de Fama brincando como posesos -y con todo no siendo capaces de hacernos mover del sofá-, los pelos crespos de Palomo Chamorro en La Edad de Oro, los pelos también tiesos pero en esta ocasión de color rosa de Espinete, el Mundial 82 que ni recuerdo quien ganó, la muerte “al pie del cañón” de “el amigo de los animales”, el villano J.R. y la poderosa familia Ewing... hasta el patético Tejero con su “se sienten, coño”.

Supongo, en fin, que este año asumí que no fui joven nunca. Y que, de haberlo sido, mis recuerdos no coinciden en nada con los de mis compañeros de brindis, de comida, de cena. No solo yo no fui el joven del que hablan. Ellos, en verdad, nunca lo fueron. Su apología de su juventud es en verdad una reinvención de sí mismos.

Hago la digestión de la última cena en fiestas. Es el día después. El día de las promesas. Menos tabaco. Menos alcohol. Menos patatas fritas. Más ejercicio. Más horas de sueño. Más soja. Todas en fila, ordenadas, dispuestas para no cumplir. Al final apenas me planteo cumplir una: no estar aquí el fin de año. Disfrutar, a fin de cuentas, de no haber sido joven nunca.




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