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San Ismael, malandro

2009 / 02 / 21 - El Comercio

San Ismael, malandro

La fama se la lleva Chávez. Hasta el extremo de que una sola persona representa a un país. Su particular manera de ser nos da la sensación de ser estereotipo suficiente para entender Venezuela entera. Un país que vota un presidente así puede merecerse eso y más. Es la opinión reduccionista más simple. Pero más real.

De todas formas, si es por explicar el país de manera reduccionista, yo me quedo con San Ismael. El Presidente Chávez imitando al presidente Fidel de caqui es mal ejemplo. Así no viste el país. Así no viste ningún país. En cambio, San Ismael sí va a la moda. El modelo estándar del santo se encuentra en cerámica. Como los sanantonios de cuando éramos críos. Poco más de medio metro. Colores brillantes. Gafas de sol con cristales espejo. Chupa de cuero verde lagarto. Pantalón de currela de barrio, que alguna vez fue ocre amarillento. Y, fundamental, la boca entreabierta.

No es broma lo de la boca. La primera ofrenda que se la hace en el día es encender un cigarro y dejar que se consuma en su boca. Con la povisa cayéndole por la chupa y amontonándose sobre las bambas Nike.

También lleva una gorra de béisbol ladeada. Su toque más chic. Pinta de rapero con clase. La segunda ofrenda consiste en rociar la figurita, desde la gorra para abajo, con un poco de anís. Para que huela a hombre. Le sienta bien a su imagen con pistola calibre 38 al cinto. Puro macho. Para todo lo otro es como los demás santos. Te pones de rodillas y le ruegas por esto o por aquello. Es una cuestión de fe. Una vez que la tienes te da lo mismo arrodillarte delante de los sanantonios de mirada arrobada que de los sanismaeles de gafas de espejo.

Es difícil de creerse esta historia fuera de Venezuela. Pero es suficiente teclear en Google para darse cuenta que la versión venezolana del santo tiene más entradas que la versión canónica de la Santa Madre Iglesia. San Ismael, también conocido como Niño Ismael, fue un matón atracador de bancos que se llevó por delante a más de diez personas antes de morir en un tiroteo con la policía. Corrían los años setenta. Ha pasado tanto tiempo que todo lo que se diga y nada es todo uno. Se camina por el resbaladizo terreno de la leyenda. Y de la fe. Sobre todo de la fe.

Se trata de un culto semirreglado cercano a la santería. En particular a la serie de cultos ligados a María Lionza, una especie de Virgen María que la Iglesia Católica no ha conseguido erradicar ni siquiera de sus propios centros parroquiales. En su corte de espíritus se encuentran los santos malandros, antiguos delincuentes elevados a la categoría de intercesores de los nuevos delincuentes que no quieren acabar sus días en medio de una balacera. De ahí que ante ellos, muertos por lo general a tiros, pidan intercesión.

Los estatuillas de los santos malandros empezaron a aparecer en los mercadillos de primeros de los noventa. Ocuparon los estantes de las tiendas de santería a finales de esa década, a poco de ganar Chávez las primeras presidenciales. Ahora se encuentran en todas partes. Coincidiendo con el impresionante aumento de la violencia que supuso la proliferación de armas en los barrios pobres, cantera de votos del presidente electo –y, según los últimos resultados, hasta que la muerte lo separe de los venezolanos.

La prueba más evidente de que en algún momento el Ismael que ahora es santo existió la tenemos en el cementerio de Caracas donde puede visitarse su tumba. La cola diaria suele ser impresionante. No se trata sólo de venir de la otra punta de la capital, llega gente del otro extremo del país. Gente que se dice católica. Devota de la Virgen María. Y de María Lionza. De San Juan, el Bautista. Y de San Ismael, el Niño Ismael.

Una imagen cualquiera. Un padre de familia con su esposa y cuatro hijos. El mayor andará por la peligrosísima edad de catorce años. Carne de banda de barrio. Una fotocopia en pequeño de San Ismael. Porque hoy mamá lo vistió elegante. Para que el santo lo preserve de todo mal. De la policía, se entiende. Fuman todos y echan bocanadas de humo sobre la cara de la estatua que preside la tumba. Los críos más pequeños incluidos. Beben anís y escupen su particular ofrenda a los pies del santo. Un rito que tampoco se pierden los más pequeños. Bien aleccionados por mamá. Con el premio de una colleja de aprobación por parte de papá cuando tosen por el humo y el alcohol.

-Rapidito se me hacen hombres –dice éste con un guiño de condescendencia.

La estadística de la violencia en Venezuela es demoledora. Catorce mil personas asesinadas el año pasado. Caracas se lleva la palma. Más que Nueva York. Más que Medellín. Más que El Salvador. Detener esta sangría significa dotar de medios represivos a la policía. Y atacar sus focos centrales en los barrios más pobres. Un lujo que no puede permitirse Chávez. Ahora menos que nunca. Ahora que pone su futuro en manos de los venezolanos votación tras votación.

Yo no me asusto. Nací con historias teberganas similares a las de Robin Hood. Un héroe perfecto para cuando se es niño. Alguien que roba a los ricos para dárselo a los pobres. Escuché historias parecidas en Madrid y Sevilla a primeros de la década de los ochenta. Ahora nos venden aquel tiempo como los años de la movida. También fueron los años de Los Chichos. De las historias que contaban sus canciones. De los santos malandros que corrían la M30 delante de la policía.

Por eso me gusta, más que ninguna otra, la historia de San Ismael, malandro. Por lo que tiene de nuestro a pesar de la distancia. Porque ojalá los venezolanos tengan suerte y que dentro de veinticinco años se acuerden de estos años como los de la movida. Que no dejará de haberla.




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