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El sueño del paraíso

2008 / 02 / 09 - El Comercio

El sueño del paraíso

Desde críos fuimos presa fácil del sueño del paraíso. Hasta somos capaces de imaginar el Olimpo de los dioses a partir de las historias de amor que llenan la mitología que sostuvo en otro tiempo nuestra cultura. Pero nuestro verdadero paraíso, producto de nuestra tradición cristiana, no podía ser otro que el descrito en el Génesis por la misma mano de Dios: “Plantó Yavé Dios un jardín en el Edén, al oriente, y allí puso al hombre que había creado. Hizo Yavé Dios brotar en él, de la tierra, toda clase de árboles hermosos a la vista y plenos de sabor al gusto, y el árbol de la vida, y en medio del jardín el árbol de la ciencia del bien y del mal”.

Roger Vadim escribió un nuevo capítulo del Génesis en el año 1956. A partir de entonces todos cuantos buscamos en alguna parte del mapa el lugar exacto del paraíso sabemos que ese Edén existe realmente entre el puerto de Saint-Tropez y la villa italiana de Ventimiglia. Eva se llamaba Brigitte Bardot. “Y Dios creó la mujer” era el título de la película. No quedaba margen para el error: si Dios había creado a la mujer en Saint-Tropez, aquello tendría que ser la antesala del paraíso.

Saint-Tropez es, en la medida del mundo, el Lluanco particular de la gente de Uviéu, si se me permite la blasfemia. Podrían también serlo, en vez de Xixón y Avilés, Nice o Monte-Carlo, o continuar la línea de la rivera por lugares como Juan-les-Pins, Beaulieu-sur-Mer o Roquebrune-Cap-Martin. Por un sueño idéntico nosotros entramos dentro del márketing turístico como una suerte de paraíso natural. Y nos lo acabamos creyendo de tanto repetirlo. La Côte d’Azur, en cambio, no lo necesita. Es el paraíso mismo.

Al muelle de Saint-Tropez no bajas a nada. Sólo vas a que te vean. Como a la playa de Pampelone. Allí nadie toma el sol. Es el sol quien te toma a tí para después mostrarte al mundo. Esa es la esencia de nuestra cultura. De los griegos heredamos el culto a la belleza. Ahora nosotros somos la belleza. A cada paso nos creamos a nosotros mismos. Somos como dioses. Somos los mismos dioses.

Me siento bajo una sombrilla de la playa de Port Grimaud, un pueblo inventado a imagen y semejanza de lo que habría de ser un pueblo de nuestra memoria del paraíso. Es la hora de comer, pero no me da el ánimo para más allá de un magnum “double” de caramelo. El Evangelio suena por los altavoces de ambiente con la voz antigua de Ricky Martin: “You make me feel like dancin’ / down on the Rivera / there’s a town called Saint-Tropez / ‘cause a girl like you’s a pachanguera”.

Leo bajo la sombrilla la nueva edición de “El Único y su propiedad”, que Max Stirner escribió en 1843. Es el único libro que me siento capaz de leer en este momento y lugar. “Me dices que debo de ser un hombre entre mis semejantes” –refiere Stirner a una cita de Karl Marx en “La cuestión judía”- “Que debo respetar en ellos a mis semejantes. Pero, la verdad es que para mí nadie es respetable, ni mi prójimo siquiera. Es más, como otros seres, un objeto por el que me intereso o no, un sujeto utilizable o inutilizable”. Quede disculpada mi pobre traducción del francés.

Nadie se acuerda en estos tiempos de Max Stirner, lo que no quita para que pueda ser considerado uno de los padres del pensamiento moderno. “Hombre, pequeño ser desnudo y varón lo era yo desde la cuna. Esto es, entonces, lo que soy, sin darle más vueltas. Pero también soy más que eso: soy lo que llegué a ser por mi mismo, por mi desarrollo, por mi apropiación del mundo exterior, de la historia, etc. Yo soy Único”.

En el puerto atraca un barco de recreo con veintidós tripulantes y dos pasajeros. Un poco más allá, en la plaza des Lices, entiendes que fue una estupidez montar una exposición de Harley-Davison en el Guggenheim, viendo las que aquí aparcan de forma natural. Son los chicos de la Ramatuelle que bajan a dejarse ver por los cafés de la plaza.

Me siento en una terraza de la misma plaza. Sigo leyendo a Stirner: “Principio por principio, existencia por existencia, te opongo el principio del Egoísmo. Yo no quiero ser más que yo. Aborrezco la naturaleza, desprecio a los hombres y sus leyes, así como a la sociedad humana y a su amor, con la que rompo toda relación en general, incluso la del lenguaje. A las pretensiones de vuestro deber, de vuestro “tu debes”, a las sentencias de vuestro juicio categórico, opongo en bloque la ataraxía, la serenidad de mi Yo. Me sirvo del lenguaje por simple condescendencia. Soy el Indecible, limitado a mis apariciones y a mis epifanías”.

Saint-Tropez, antesala del paraíso, muestra ante mis ojos toda la esencia humana de profanadores del paraíso. Por eso no necesito acercarme nunca por FITUR. Para hacer apología de la vulgaridad de nuestro paraíso me sobra con Lluanco. La diferencia es enorme. Pero eso lo desconocen quienes se sientan en el muelle. Se saben únicos.

No me extrañaría que fuese cierto que Dios hubiese creado aquí la mujer. Pero, tristezas del tiempo, se hizo vieja y defensora de la supervivencia de las focas, además de votante y militante del partido que representa en Francia la degradación de la especie humana.




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